Déu, existeix?
1
. Tot el que existeix té una causa.
2
. L'univers existeix.
3
. Per tant , l'univers té una causa, que és Déu.
...
Per tant:
4
. Déu existeix .
5.
Si Déu existeix, llavors, segons la premissa 1, Déu té una causa.
6. Si Déu necessita tenir una causa, ja no podem considerar-lo com Déu .
6. Si Déu necessita tenir una causa, ja no podem considerar-lo com Déu .
Amb la qual cosa l'argument entra en
un cercle sense solució.
Jo, com Hume, Kant i més tard Marx i
d’altres filòsofs pens que Déu no existeix, què des de sempre ha estat una
necessitat dels homes. Necessitaven algú què els protegís i una explicació a
les coses que no entenien.
Conten una història d’un porqueret què
havia de fer la Primera Comunió i el capella que li feia la catequesis li va
demanar, Quants de Déus hi ha?. Un i només un. Li contestà el porqueret. Hi com
ho sap? Tornà a demanar el capella. Perquè si ni hagués dos ja s’haurien
barallat. I riu-te’n tu d’un porqueret que s’aixeca abans de sortir el sol i
sap el dimoni on es colga. A les possessions solen tenir cans que sempre es
barallen per què un d’ells vol comandar.
He trobat una article que el vos deix
per llegir (en castellà) és molt interessant, és tracta de les opinions de
diferents filòsofs que exposen les seves teories sobre l’existència o no de
Déu.
Jo no se filosofar com ells, però vos
donaré la meva versió de perquè pens que Déu només es una necessitat dels homes
i no existeix.
Imaginau-vos l’escena, un senyor que ha
tingut un accident amb el cotxe nou de trinques i el cotxe ha quedat per
sinistre total i en canvi ell no s’ha fet absolutament res, el trobaríeu
cridant: batuadell, me cag am tots els sants, mal devallàs una bota plena de
sant i sant Pere per tap.
Ara imagineu-vos la mateixa escena,
però amb l’home ferit greu, el trobaríeu dient: bon jesuset, maredeueta ajudau-me, verge santa, sants del cel veniu i
ajudau-me.
Això és la necessitat que tenim de Déu
o no.
Si Déu es tan bo, com pot castigar a
uns i premiar als altres?.
És
que Déu vol que l’estimin des de la por?
Si
Déu necessita imposar-se per la por es que no és Déu.
“Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias” (David
Hume)
Un hombre
entra en una habitación. Sobre la mesa hay un plato de comida. ¿Cuál será
probablemente su primera deducción? Pensará que alguien ha puesto el plato
allí, porque que el plato no ha podido llegar a la habitación por sus propios
medios. La presencia del plato indica necesariamente otra presencia, quizá no
visible, pero no por ello menos cierta: la presencia de la persona que colocó
el plato sobre la mesa.
Esta
sencilla deducción ejemplifica, a grandes rasgos, el argumento filosófico del
que vamos a hablar aquí. Al igual que el plato que está en la mesa ha sido
puesto allí por alguien, el argumento cosmológico expresa la idea de que si el
universo existe, necesariamente ha sido llevado a la existencia por alguien o
algo externo a él. Tradicionalmente se ha asumido que ese alguien o ese algo es
un ente divino (inmaterial, intemporal, omnipotente y capaz de existir por sí
mismo) ya que un ente no-divino no poseería las características necesarias que
le permitieran realizar una tarea semejante.
Obviamente,
en el ejemplo del plato sobre la mesa hay una pista clara para el hombre que
entra en la habitación, una pista que le permite deducir que alguien ha puesto
el plato allí. Esa pista es el carácter evidentemente artificial del propio
plato: un objeto que sabemos ha sido fabricado por manos humanas con la
intención de colocar comida en él. Lo sabemos porque todos y cada uno de los
platos que hemos observado en el universo tienen origen artificial. Pero, ¿qué
ocurre si el hombre entra en la habitación y encuentra sobre la mesa todo un
universo en miniatura? Su perplejidad sería comprensible.
Esa misma
perplejidad es la que siempre hemos sentido los seres humanos al observar no
sólo nuestra propia existencia, sino la del mismo universo que habitamos. En un
primer momento nos hacemos la misma pregunta que el individuo que
encontró el plato sobre la mesa —“¿quién ha colocado esto aquí?”— pero ya
no disponemos de ninguna pista sobre un posible origen artificial del universo
(bueno, hay quien piensa que sí existen tales pistas, pero eso daría pie a otra
discusión totalmente distinta que será motivo de otro artículo). Y durante una
segunda reflexión, podemos hacernos una nueva pregunta: “¿de verdad es
necesario que alguien lo haya colocado aquí, o podría haber aparecido por sí
mismo?”. Para estas preguntas básicas, hasta hoy, no existe una respuesta
enteramente satisfactoria. Sin embargo, sí se han manejado ciertos argumentos
que defienden la idea de que, como en el caso del plato de comida, la
existencia del universo demostraría la existencia de quien lo ha puesto aquí.
Para quienes
no somos filósofos, y supongo que incluso para quienes sí lo son, la cuestión
terminológica es a veces como una selva impenetrable. No todos los filósofos
llaman a las cosas del mismo modo y no siempre las etiquetas significan lo que
instintivamente podríamos deducir. Así, en frío, un “argumento cosmológico”
sería cualquier argumento que trate cuestiones relacionadas con el universo,
pero en la práctica lo usamos para referirnos a una hipótesis muy determinada:
la de que la existencia del universo demuestra la existencia de Dios. Así, no
siempre ha resultado fácil separar la cosmología de la “apologética”, o sea la
doctrina que trata de demostrar esa existencia de Dios. Cuando hablamos de “el
argumento cosmológico”, nos referimos generalmente a uno de los argumentos
apologéticos por excelencia.
¿Por qué?
Pues porque, aunque a lo largo de la historia no todas las ideas sobre el
origen del universo manejadas por la cosmología han tenido carácter religioso,
el “argumento cosmológico” sí lo tiene. Es un argumento apologético, esto es,
pro-religioso. No porque los apologistas hayan deducido de él que existe Dios
tal y como lo retratan sus respectivas religiones, sino porque han deducido la
existencia de algo que tiene algunas características similares a las que esas
religiones han atribuido a sus dioses.
De todos
modos, el objetivo de este artículo no es debatir o no la existencia de Dios,
lo cual debería hacerse a muchos otros niveles y usando muchos otros
argumentos. El único objetivo es diseccionar —por el placer de hacerlo, como se
haría con una partida de ajedrez— la posible validez de ese argumento
cosmológico. Ni refutar el argumento cosmológico serviría para concluir que
Dios no existe, ni demostrarlo serviría para demostrar que Dios sí existe. De
hecho, el argumento cosmológico es sólo uno de los grandes argumentos
tradicionales para intentar demostrar la existencia de Dios, pero ni mucho
menos el único.
Los
argumentos tradicionales sobre la existencia de Dios
Las ideas
principales que manejaba la antigua apologética eran argumentos meramente
racionales, con un fuerte componente lógico pero con una base empírica más bien
endeble. Dado que la ciencia del momento —y para ser justos, tampoco la de hoy—
podía responder con seguridad cuestiones como “¿de dónde surgió el Universo” o
“¿existe Dios?”, y la información proporcionada por la evidencia empírica a
favor o en contra era muy escasa, se buscaba en el ejercicio de la razón una
vía para encontrar esas respuestas.
Leibniz
defendía la necesidad de una Causa Primera: nada puede surgir desde la nada.
Los
argumentos tradicionales para probar la existencia de Dios pasaron por muchas
manos y muchas mentes a lo largo de los siglos, adoptando muy diversas
formulaciones e incluso distintos nombres. Pero podríamos quizá agruparlos en
tres fundamentales:
— El
argumento cosmológico, el cual afirma que la existencia del universo prueba la
existencia de Dios, ya que el universo necesita una causa para explicar el por
qué de su existencia (si el plato está sobre la mesa, es porque alguien lo puso
allí).
— El
argumento teleológico, el cual afirma que las propiedades del universo y no
sólo su mera existencia prueban a Dios, porque en dichas propiedades puede
percibirse la intencionalidad de un diseñador (si el plato es un objeto con una
forma determinada, alguien debió diseñarlo de ese modo).
— El
argumento ontológico, el cual afirma que Dios debe necesariamente existir
debido a las propias cualidades que atribuimos a ese Dios y que su
inexistencia, una vez hemos sido capaces de pensar en él, sería un absurdo (el
hecho de que consigamos imaginar que alguien puso el plato sobre la mesa,
demuestra por sí mismo la existencia de ese alguien).
Este último,
el argumento ontológico, que viene a decir “pienso en Dios luego Dios existe”
es el más abstruso y está demasiado basado en meras construcciones metafísicas
como para seguir teniendo cierto sentido en la actualidad. Fue expresado por
algunos filósofos —como el musulmán Avicena— pero refinado hasta su máximo
esplendor por San Anselmo, quien pretendía lograr una demostración puramente
intelectual de Dios, en la que usando solamente la razón y prescindiendo de
toda consideración observacional y empírica sobre la naturaleza del cosmos, se
llegase a la conclusión de que Dios existe. San Anselmo buscaba una “fórmula
apriorística de Dios”. Pero la demostración de que Dios existe solamente porque
somos capaces de pensar en él y porque podemos definirlo como concepto, es un
ejercicio tan rebuscado que no solamente los actuales apologistas lo ignoran
como argumento firme, sino que ya hubo —incluso en épocas pasadas— algunos
eminentes teólogos que lo consideraron un mero ejercicio vacuo. Hay que decir que
entre los filósofos posteriores a San Anselmo ha habido posturas de todo tipo:
desde la abierta defensa que hizo Spinoza y el aprecio que mostró Descartes, al
abierto rechazo de Hume y sobre todo de Kant. Pero en resumen podría decirse
que a partir del siglo XVIII el argumento ontológico yace clínicamente muerto,
aunque quizá algunos de sus razonamientos aún pueden ser usados —aisladamente—
con cierto éxito intelectual. Pero, como decimos, el conjunto del argumento
ontológico ha sido básicamente desestimado por la Historia.
Por el
contrario, los argumentos cosmológico y teleológico, aunque nacieron también
como construcciones casi totalmente lógicas, sí tenían y tienen bastantes
conexiones con la realidad empírica y gracias a ello han sobrevivido —mejor o peor—a
lo largo del tiempo. Decir que “han sobrevivido” no implica afirmar su validez,
pero sí implica reconocer que han seguido siendo objeto de debate y que no
están formalmente extintos. Es más, han sido activamente rescatados por los
apologistas actuales, sobre todo porque se han asociado algunas de sus premisas
a los más recientes descubrimientos científicos. A menudo se han hecho esas
asociaciones de manera muy ligera, todo hay que decirlo, pero no quisiera
adoptar una postura apriorística en contra del argumento sin pasar a analizarlo
antes. Esto, en realidad, no es más que una excusa para realizar un ejercicio
intelectual —que a algunos nos podrá parecer más o menos falaz y que otros sin
duda analizarán con mayor acierto que quien suscribe— pero que nunca ha dejado
de resultar interesante. La filosofía, como el ajedrez, fascina incluso a
aquellos que somos legos, meros aficionados en la materia. A partir de este
momento, el presente artículo se centra únicamente en el argumento cosmológico.
El teleológico, también interesante, quedará para una futura ocasión.
El argumento
cosmológico clásico
“¿Por qué hay algo en lugar de nada?” (Gottfried Leibniz)
Este
argumento, en su forma clásica, es una de las hipótesis más sencillas sobre la
existencia de Dios. Ha tenido diversos nombres, aunque en la actualidad se lo
denomina mayoritariamente como en este artículo, y a veces “argumento
cosmológico Kalam”. Esta última denominación (“Kalam”) se ha puesto de moda
porque una de sus formulaciones básicas podía encontrarse en textos del kalam,
una rama teológica medieval de la religión musulmana. La idea de que el
universo requiere necesariamente una causa sobrenatural es muy antigua y bajo
diversas formas la habían tratado los más importantes filósofos desde Aristóteles
y Platón, por lo menos. Pero fue en la Edad Media cuando las exposiciones de
este argumento adquirieron su forma clásica, ya fuese en los textos cristianos
de San Buenaventura como, muy especialmente, de Santo Tomás de Aquino —el
principal y más popular impulsor del argumento cosmológico en occidente— o en
los textos del erudito musulmán Al Ghazali, por citar un buen ejemplo en el
ámbito del Islam. El auge de las religiones monoteístas produjo una
proliferación de grandes apologistas preocupados por demostrar la existencia
del ente divino al que rendían cultos. Pero, entrando ya en materia, la
formulación más sencilla e intuitiva del argumento teológico reza como sigue:
1. Todo lo
que existe tiene una causa.
2. El
universo existe.
3. Por lo
tanto, el universo tiene una causa.
Santo Tomás
de Aquino fue el principal impulsor del argumento cosmológico en occidente.
De lo cual
también se deducía que dicha causa de la existencia del universo podía
identificarse con Dios. ¿Por qué? Porque la causa del universo debe ser
necesariamente ajena al universo mismo. Si el universo es material y temporal,
su causa ha de ser inmaterial (espiritual) e intemporal (eterna). Ha de ser
además omnipotente, ya que ha creado u originado todo cuanto existe en dicho
universo. Estas características, inmaterialidad, intemporalidad y omnipotencia
son las que atribuimos a Dios. Así que la conclusión “el universo necesita una
causa que se parece mucho a Dios” les pareció suficientemente satisfactoria a
los apologistas que empleaban esta formulación clásica. Naturalmente, habrá
quien pueda plantear algunas objeciones a esta identificación entre causa del
universo y Dios. Pero de momento admitamos que es una identificación por
aproximación lo bastante satisfactoria (si existe algo que es Dios,
necesariamente se parecerá a esa primera causa) como para dar un paso adelante
y afirmar que… ¡problema resuelto! Hemos demostrado la existencia de Dios… ¿o
no?
En
principio, esta formulación del argumento cosmológico sí parece intuitivamente cierta.
Es muy “lógica” y hubo grandes pensadores que la consideraron irrefutable. El
problema es que cuando vamos más allá de la primera impresión, lo que debería
servir para demostrar la existencia del Creador en realidad provoca un bucle
lógico sin solución posible:
1. Todo lo que existe tiene una causa.
2. El universo existe.
3. Por lo tanto, el universo tiene una
causa, que es Dios.
…por lo tanto:
4. Dios existe.
5. Si Dios existe, entonces, según la
premisa 1, Dios tiene una causa.
6. Si Dios necesita tener una causa, ya no
podemos considerarlo como Dios.
Con lo cual
el argumento entra en un círculo sin solución. El universo existe, por tanto
necesita una causa. Pero esa causa también existe, así que necesita a su vez
otra causa. O dicho de otro modo: si el Creador existe, a su vez fue producto
de otro creador, llamémoslo Dios II. Pero entonces, si ese Dios II existe,
también necesita una causa, que sería Dios III. Que a su vez también
necesitaría una causa. Y así con Dios IV, Dios V, Dios VI… hasta el infinito.
El hecho de
que cada causa necesite a su vez otra causa nos conduce obviamente a una serie
infinita de causas. Pero esta noción de causalidad infinita ha sido desestimada
por prácticamente todos los filósofos importantes dedicados a la cuestión, ya
que plantea un absurdo lógico indefendible. En una serie infinita de
causalidades nunca podría señalarse a una Primera Causa, y los apologistas
rechazaban la idea de que no exista una Primera Causa. Tomás de Aquino, por
ejemplo, se opuso firmemente a la idea de una cadena causal infinita,
considerándola algo sin sentido alguno. Lo mismo hicieron tiempo después
nombres como Leibniz, otro decidido defensor del argumento cosmológico (al cual
enunció como “principio de razón suficiente”). Leibniz defendía la idea de que
algo no puede emerger a la existencia por las buenas desde la nada, ya que la
nada, por definición, carece de propiedades. Y se necesitan propiedades —como
mínimo la capacidad de crear— para llevar algo a la existencia.
[Conclusión:
el argumento cosmológico en su forma más simple conduce a un absurdo lógico]
Pero si el
argumento cosmológico clásico nos lleva a una cadena de causalidad infinita y
los apologistas niegan la posibilidad de una causalidad infinita, ¿por qué
siguieron usando el argumento cosmológico, si parece tratarse de un callejón
sin salida?
¿Existencia
o comienzo de la existencia?
Para salvar
este considerable escollo en el argumento cosmológico se hizo una nueva
formulación, en la que la estructura del argumento permanecía aparentemente
idéntica, pero la modificación de sus premisas cambiaba radicalmente la
naturaleza del argumento, añadiendo más implicaciones para poder facilitar la
misma conclusión:
1. Todo lo
que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El
universo comenzó a existir.
3. Por lo
tanto, el universo tiene una causa.
El sentido
común nos dice que si una bola se mueve, fue golpeada por otra bola. Pero,
¿quién o qué golpeó la primera bola que se puso en movimiento? Y ¿acierta
siempre el sentido común?
Como se ve,
la modificación parece mínima (se sustituye “existir” por “comenzar a existir”)
pero el cambio es realmente sustancial y no se responden las preguntas
suscitadas, sino que se trasladan a otro nivel. Por un lado la reformulación
logra el objetivo inmediato de evitar caer en la trampa de la causalidad
infinita, ya que se puede afirmar que “Dios existe” sin que sea necesaria una causa:
si Dios nunca comenzó a existir y sencillamente ha existido siempre, ya no se
requiere una causa que explique a Dios. Esto se concilia perfectamente con la
idea de que una cadena infinita de causas carece de sentido, y por tanto existe
una Causa Primera, esto es, Dios.
Y claro,
aparentemente se resuelve la cuestión de la cadena de causalidades infinitas,
pero al precio de provocar nuevos interrogantes sobre la validez de las propias
premisas, algo que trataremos más adelante.
Para
empezar, antes de afrontar esas preguntas sobre la validez inicial de las
premisas, existen algunas alegaciones que hacer a la consistencia misma del
argumento. En primer lugar se podría acusar a esta formulación de cometer la
falacia lógica conocida como petitio principii (“petición de principio”) que
consiste en incluir la conclusión que se pretende obtener dentro de las
premisas que se supone deben demostrar esa misma conclusión. Esto ocurriría
porque la premisa “todo lo que comienza a existir tiene una causa” se da por válida
solamente porque así lo observamos en la naturaleza, en la que efectivamente
nada sucede sin un motivo. Pero la naturaleza, de donde obtenemos esa ley de
causa-efecto, forma parte del universo. Observamos que todo lo que comienza a
existir tiene una causa, pero lo observamos dentro del propio universo, ya que
no podemos observar nada que esté fuera del universo. Veamos el argumento
cosmológico expresado de esta otra manera:
1. Todo lo
que ha comenzado a existir tiene una causa (pero el universo contiene todo lo
que ha comenzado a existir, por lo tanto podríamos decir que universo es igual
a todo lo que ha comenzado a existir)
2. El
universo comenzó a existir.
3. Por lo
tanto, el universo tiene una causa.
Lo cual, en
el fondo, podría resumirse en:
1. El universo tiene una causa, por lo tanto
2. El
universo tiene una causa.
Como puede
verse, en esta formulación del argumento cosmológico la primera premisa y la
conclusión están diciendo básicamente lo mismo, lo cual invalida el
razonamiento. Es aquí cuando comienzan los problemas tanto terminológicos como
conceptuales para debatir sobre el argumento cosmológico. Alguien podría decir
que el argumento no comete este petitio principii porque no se puede confundir
continente (universo) con contenido (todo lo que ha comenzado a existir).
Observamos la premisa 1 en aquello que el universo contiene, pero eso no
significa que podamos considerar que el universo es igual a todo lo que
contiene. Del mismo modo que la botella de cristal no es igual a la leche que
contiene. O, por usar otro paralelismo más apropiado, las propiedades del océano
como continente no son iguales a las propiedades del agua como contenido. El
océano como un todo tiene unas propiedades, pero las gotas —o moléculas— de
agua que lo conforman tienen otras.
Pero si esto
es cierto, y si continente y contenido son distintos, ¿con qué validez el
argumento cosmológico atribuye al continente una cualidad (comenzar a existir)
que hemos observado únicamente en el contenido? ¿Y con qué validez se somete al
universo como continente a una ley (todo cuando comienza a existir tiene una
causa) que hemos observado únicamente en el contenido? Si la botella y la leche
no comparten todas las propiedades, si el océano y la gota de agua no comparten
todas las propiedades, ¿cómo demostramos que el universo y aquello cuanto
contiene sí han de compartir todas las propiedades? ¿De dónde proviene la
supuesta validez de la premisa 2?
Si decimos:
— Que la
leche que la botella contiene sea blanca, no implica que la botella sea también
blanca.
Decimos
también:
— Que todo
aquello que el universo contiene haya empezado a existir, no implica que el
universo haya comenzado a existir.
— Que todo
aquello que el universo contiene haya necesitado una causa para empezar a
existir, no implica que el universo haya necesitado una causa si es que ha
comenzado a existir.
[Conclusión:
para dar por bueno el argumento cosmológico, necesitamos demostrar que el
universo ha comenzado a existir surgiendo desde la nada]
Como se ve
se plantea otro problema importante para la validez del argumento cosmológico.
Pero, ¿con qué versión nos quedamos? ¿Es el universo igual a lo que contiene, o
hemos de tratarlo como un continente de características distintas?
Intentando
convertir la botella en leche
En
principio, decir que “todo lo que ha comenzado a existir” tiene una causa
parece razonable. Es más, está perfectamente apoyado por la observación e
incluso por la ciencia, salvo que nos metamos en terrenos de física cuántica
—que la mayoría de nosotros no entendemos e incluso algunos físicos cuánticos
aseguran no terminar de entender— pero, por el bien de la discusión, demos por
bueno que en nuestra experiencia sensorial conocemos esta verdad: nada aparece
sin una causa. Más allá de las sorpresas que tenga que darnos el oscuro campo
de lo cuántico, digamos que no hay nada en la naturaleza de lo que sepamos que
ha surgido por las buenas sin una “razón suficiente”, como diría Leibniz.
Volvamos a ver el argumento, formulándolo esta vez de una nueva forma:
1. Todo
cuanto hemos observado comenzar a existir tiene una causa.
2. El
universo comenzó a existir.
3. Por lo
tanto, el universo tiene una causa.
Si vemos que
la botella es blanca, ¿significa eso que sea blanca realmente?
Pero como
decíamos, el primer problema es que estamos atribuyendo al continente
(universo) las propiedades del contenido (lo que observamos dentro del
universo), ya que la premisa 1 proviene de la observación, pero nunca hemos
observado nada que no pertenezca al universo o no esté dentro de él. Es cierto
que todo lo que observamos en el universo y de cuya existencia conocemos un
principio, ha tenido una causa siempre y en cada caso. Pero de ello no podemos
deducir que —si el propio universo hubiera comenzado a existir— se le pudieren
aplicar los mismos parámetros causales que a su contenido. Sólo porque la leche
es blanca, no podemos extender las propiedades a aquello que la contiene. Esto
es, no podemos decir que la botella también es blanca… aunque debido a la
transparencia del vidrio nos pueda dar la impresión de que sí lo es.
Para sortear
esta salvedad habría que demostrar en primer lugar que el universo sí comparte
las mismas características de todo aquello que contiene, de “las cosas”: uno,
que comenzó a existir, y dos, que dicho comienzo precisó de una causa. ¿Hemos
observado que el universo comenzó a existir? Hasta la época moderna, el
argumento cosmológico naufragaba en este mismo punto. No, no habíamos observado
al universo comenzar a existir, así que el argumento cosmológico terminaba
necesariamente siendo inválido.
Pero, por
paradójico que nos parezca, esto mismo ha servido para que apologistas actuales
revivan el argumento cosmológico, ya que —según afirman— modernas teorías como
la del Big Bang vendrían a demostrar que el universo tuvo un comienzo. Esto ha
llevado con frecuencia a la mala utilización del propio concepto de Big Bang (o
del concepto de “singularidad”, el punto ideal que se expandió para dar lugar
al universo tal y como lo conocemos). Así, algunos modernos defensores del
argumento lo formularían de este modo:
1. Todo lo
que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El
universo comenzó a existir, porque así lo prueba que conozcamos su principio,
el Big Bang.
3. Por lo
tanto, el universo tiene una causa.
Pero dado
que la teoría científica no afirma que el Big Bang o la singularidad fuesen el
principio “de todo”, sino sencillamente el inicio del estado actual de nuestro
universo, usar el Big Bang como demostración de la segunda premisa del
argumento cosmológico constituye una incorrección. No sabemos qué hubo antes
del Big Bang y tampoco conocemos la verdadera naturaleza y origen de esa
“singularidad” (más allá de su concepto matemático), así que no se puede hablar
del Big Bang como de un verdadero inicio de todo lo que existe, sino como una
expansión de algo que ya existía pero que no sabemos exactamente qué era. Así
pues, nos encontramos con un problema tanto terminológico [¿qué entendemos como
“universo”, a) el cosmos tal y como lo conocemos ahora o b) también cualquier
cosa que hubiese antes del Big Bang?] como epistemológico (¿realmente puede
demostrarse que el universo, incluso entendido como “todo lo que alguna vez ha
existido incluso antes del Big Bang”, haya tenido un comienzo?). Para salvar la
validez del argumento cosmológico, la cuestión terminológica podríamos
arreglarla llegando a un consenso sobre qué significa exactamente cada término.
Sería así:
1. Todo lo
que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El
universo tal y como lo conocemos hoy comenzó a existir, porque así lo prueba
que conozcamos su principio, el Big Bang.
Por lo tanto, el universo tal y como lo
conocemos hoy tiene una causa.
Sin embargo,
esta formulación puede prescindir de la idea de una causa sobrenatural, ya que
existen posibles explicaciones naturales para el fenómeno del Big Bang (por
ejemplo, el colapso de un universo anterior y otras que se manejan). Así pues,
la causa primero del universo podría haber sido, por ejemplo, otro universo. El
concepto de Dios no entra necesariamente en la ecuación.
Y si por el
contrario entendemos por “universo” cualquier cosa que haya existido, se
parezca a nuestro universo actual o no, el problema epistemológico es
terminante: no conocemos un principio de “todo” y quien afirme conocerlo está
equivocado, o está faltando a la verdad. Si retrocedemos en el tiempo más allá
del Big Bang, no encontramos la nada como afirman los apologistas, sino
sencillamente un misterio que tal vez nunca podamos resolver… pero no
necesariamente un principio de todo. Así, el conocimiento argüido por los
defensores del argumento cosmológico sobre el supuesto origen de todo lo que
existe basándose en el Big Bang, sería un falso conocimiento, una mala
interpretación de las afirmaciones de la ciencia. Por lo que sabemos, podría no
haber habido ningún principio, sino por ejemplo una sucesión infinita de Big
Bangs que generan universos que colapsan y dan lugar a su vez a nuevos Big
Bangs. Por qué no.
Las botellas
realmente vacías no existen, ¿podemos pensar que alguna vez existió "la
nada"?
Los apologistas
que aún defienden el argumento cosmológico suelen señalar la necesidad de un
inicio en la existencia del universo (o de la singularidad, o de fuera lo que
fuese lo que existió en primer lugar) porque nunca puede surgir algo “desde la
nada”. Sin embargo, el concepto de “nada” —como el de “infinito”— es algo de lo
que no existe demostración empírica alguna, y por lo que sabemos sólo existe
como construcción intelectual, ya que no se conoce ninguna región del universo
—ni por descontado fuera de él— donde haya la nada. Volviendo al ejemplo de la
botella, nunca hemos podido decir que una botella esté verdaderamente “vacía”,
porque eso que llamamos “vacío” no lo es, si hacemos caso a lo que nos dicen
los científicos. Por lo que sabemos, la nada no existe, sólo existe el algo, y
repetimos que afirmar que la teoría del Big Bang prueba que el universo surgió
“de la nada” es completamente falso.
[Conclusión:
no podemos probar el argumento cosmológico porque no podemos probar que el
universo surgiera desde la nada]
Sin embargo,
una vez más, y de nuevo por el bien de la discusión, demos un salto en el vacío
y asumamos que el universo, el todo, sí tuvo un principio, que surgió de la
nada y de que dicha “nada” es posible. Sólo haciendo estos voluntariosos ejercicios
de asunción de premisas no comprobadas podemos mantener en pie el argumento
cosmológico, para evitar que caiga sobre el peso de su propia falta de
justificaciones empíricas suficientes. Es lo justo, dado que para algunas de
las preguntas planteadas no existen respuestas seguras por parte de la ciencia,
que, puestos a movernos en el terreno de lo no probado, podemos ejercer como
“abogados del diablo” o, en este caso, como apologistas o “abogados de Dios”.
Así pues,
tomemos una de las objeciones principales que los apologistas modernos hacen a
este tipo de teorías sobre procesos que se han repetido eternamente: es
necesario un principio. Sea lo que sea aquello que existió antes del Big Bang,
no puede ser eterno porque el propio concepto de un pasado eterno carece de
sentido.
¿Qué es la
eternidad?
Si
saltándonos todas las posibles objeciones damos por bueno que la nada existió
alguna vez, que el universo surgió de la nada, que por lo tanto tuvo un
principio y que dicho principio necesitó una causa, podemos intentar asumir
—por los motivos que enumeramos más arriba— que dicha causa es necesariamente
inmaterial, intemporal y omnipotente. Así pues, tenemos una causa eterna (Dios)
y un efecto temporal (el universo). Pero de nuevo nos encontramos con una
falacia lógica, la del “alegato especial”, en la que uno de los elementos
involucrados en el razonamiento está exento de las características que
forzosamente atribuimos a los demás elementos. Es decir: si atribuimos al universo
la necesidad de un principio, ¿por qué no se la atribuimos también a Dios? Y
ciertamente el argumento cosmológico necesita de este alegato especial para
mantenerse en pie, así que la justificación de que Dios sí puede ser eterno
mientras que el universo no puede, se convierte en un punto clave cuando
consideramos la cuestión.
La respuesta
de algunos apologistas a esta cuestión consiste en un cierto non sequitur, una
asunción de la validez de ciertas premisas basada nuevamente en la mala
interpretación —o al menos en la interpretación parcial— de ciertos conceptos
científicos. Esta respuesta está apoyada en la noción de que, con el inicio del
universo que conocemos, nació el espacio-tiempo. Esto es, el tiempo tuvo un
inicio y no existió siempre.
Esta idea es
importante, ya que los modernos defensores del argumento cosmológico defienden
precisamente la tesis de que el tiempo no pudo haber existido siempre, entre
otras cosas por la idea de que el infinito es solamente un concepto matemático
sin base real (y por tanto no pudo haber existido una serie infinita de
momentos) o recurriendo a conocidas paradojas que expresan la imposibilidad de
que en el pasado haya transcurrido una cantidad infinita de tiempo. Por
ejemplo, se suele argumentar que se hubiese requerido recorrer una sucesión
infinita de eventos pasados para llegar al presente, pero que una sucesión
infinita de eventos no puede llegar a recorrerse jamás, así que el momento
presente nunca hubiese llegado a suceder si el tiempo nunca tuvo un comienzo.
En cierto modo, este razonamiento es otra forma de rechazo a la causalidad
infinita, como el de Tomás de Aquino y Leibniz, pero expresado con ejemplos más
modernos, como la metáfora del Hotel Infinito de Hilbert (un hotel con un
número infinito de habitaciones que sirve para ilustrar las extrañas y
contradictorias propiedades del concepto de infinito si fuese algo real).
La principal
objeción a esta idea de que una existencia eterna del universo es imposible y
de que por tanto necesitó un principio (y por tanto una causa) es el concepto
mismo de “tiempo” que se maneja. Es decir, un concepto tradicional del tiempo
como una dimensión lineal parecida a un río. Esa es la percepción intuitiva del
tiempo que todos tenemos en nuestras vidas: el tiempo es como una
característica inmanente a la realidad, como el río inmutable sobre el que la
realidad navega, un río que nunca se detiene. Si desapareciese la materia, el
río del tiempo seguiría fluyendo, pensamos intuitivamente. Pero esto es algo
que, como hoy sabemos, no necesariamente se ajusta a la realidad. La idea del
tiempo como un gran río es útil en nuestra vida cotidiana pero inexacta, y
desde luego no sirve como herramienta para descartar la idea de un universo que
—en la forma presente o en otro estado de existencia— haya estado ahí desde
siempre. La sucesión infinita de eventos que “impediría” llegar al momento
presente no se produce si consideramos el tiempo no como un río en que navega
la realidad, sino como una dimensión elaborada que nos hemos inventado, una
dimensión que deducimos del movimiento. Dicho de otro modo: que percibamos un
río no significa que el río esté ahí.
Ejemplificado
de otro modo, para no liar más el asunto: el tiempo como lo experimentamos en
nuestra vida no existe aisladamente, sino que es algo que deducimos del
movimiento de las cosas. De hecho, no conocemos ningún método de medición del
tiempo que no se base en el movimiento. Ya sea el movimiento regular de los
astros (relojes de sol), el movimiento mecánico de piezas de metal (relojes
clásicos), el movimiento de impulsos eléctricos (relojes digitales) o los
movimientos de partículas elementales (relojes atómicos). El tiempo es una
expresión del movimiento, no una magnitud absoluta que existe por sí misma. De
hecho, sabemos que el río del tiempo no “transcurre” al mismo ritmo en todos
los lugares del universo (“el tiempo es relativo”) y por lo tanto no hay un
único río del tiempo. Es imposible que lo haya. Por decirlo de una manera quizá
algo más inexacta pero rotunda: el tiempo no existe.
Si el tiempo
no es, pues, una única magnitud lineal sino una dimensión construida por
nosotros a partir de lo que observamos en otras dimensiones, ya no se produce
una “infinita sucesión de eventos pasados” que haga impensable una existencia
eterna del universo o de universos anteriores. De hecho, el concepto mismo de
“inicio” resulta innecesario en un sentido absoluto, ya que no habría un inicio
ni un final, propiamente hablando. Sólo habría distintos estados de existencia
de “lo que hay”.
[Conclusión:
si el tiempo no es una única dimensión lineal, no necesitamos pensar en la
necesidad de un inicio del universo y el universo pudo estar “siempre ahí”]
¿Por qué
Dios y cuál Dios?
Pero sigamos
ejerciendo como “abogados de Dios”. Supongamos que nos estamos equivocando en
el análisis, lo cual es siempre muy posible, y supongamos que el tiempo sí
existe, que las objeciones al argumento cosmológico que hemos hecho hasta ahora
son inválidas y que el universo tuvo efectivamente una causa sobrenatural
completamente ajena a él. ¿Por qué llamarla Dios?
De hecho,
como decíamos antes, no se puede considerar la refutación intelectual del
argumento cosmológico como una refutación de la existencia de Dios, como
tampoco se puede considerar la demostración intelectual del argumento
cosmológico como una demostración de la existencia de Dios. De hecho, los apologistas
más sofisticados y sinceros reconocen que el argumento cosmológico —si fuera
cierto— no es una demostración de Dios suficiente en sí misma, sino en todo
caso un argumento más en favor de dicha existencia, pero sin valor probatorio
intrínseco. Jugando con las mismas cartas tendremos que considerar que, de ser
incierto, eso tampoco tiene valor refutatorio intrínseco.
De todos
modos, nos hemos saltado un paso: si el argumento cosmológico fuera cierto y
demostrase la existencia de una Causa Primera, ¿por qué asumir que esa causa
tiene propiedades divinas? Más aún, ¿por qué asumir que esa causa puede
identificarse con el Dios personal e intencionado del que hablan las grandes
religiones?
Naturalmente,
una parte de los apologistas defiende que el argumento cosmológico sí conduce a
la existencia de ese Dios personal, pero hay otra parte, especialmente entre
los apologistas más cercanos a la ciencia (no son muchos, pero los hay, y
algunos muy brillantes), que admite que el argumento cosmológico podría conducir
a la idea de una Causa Primera, pero que las características de esa Causa
deberán deducirse de otro tipo de argumentos, como el teleológico, de otras
evidencias que exceden lo que el argumento cosmológico trata, y que entrarían
sobre todo dentro del argumento teleológico. Y entre los no apologistas, por
descontado, es prácticamente unánime la idea de que —aun siendo cierto el
argumento cosmológico— no podría deducirse la existencia de una Causa
identificable con el Dios de las grandes religiones.
Para explicar
por qué el argumento cosmológico no puede conducir por sí mismo a la idea de un
Dios personal como lo puedan ser el del cristianismo, el judaísmo o el
islamismo, volvamos al punto en que dábamos por bueno que el universo tuvo una
causa y que dicha causa debió ser inmaterial, intemporal y omnipotente.
La clave
aquí está en el término “omnipotente”. Obviamente, un ser omnipotente sería
capaz de tener voluntad, amar, etc. Así que sería muy similar al modo en que
presentan las religiones monoteístas al Dios personal. Pero pongamos que un
Ente creó el universo, ¿realmente necesitaría ser omnipotente para
hacerlo?
En primer
lugar, aparece una cuestión peliaguda: ¿es posible la omnipotencia? Aunque
existen argumentos lógicos en contra de la idea de omnipotencia en sí,
obviémoslos para no alargar el asunto y digamos además que al ser argumentos
puramente lógicos tienen poca relación con la realidad, provocarían una
discusión lógica eterna y no nos interesan demasiado en este punto (entre esos
argumentos está el de que un ser omnipotente sería capaz de cosas
contradictorias, como existir y no existir a la vez, puesto que lo puede todo).
Así pues, para obviar ese otro juego lógico, asumamos que la omnipotencia sí es
posible y volvamos a la cuestión de si sería necesaria. Imaginemos una
alternativa a Dios como creador del universo, otra clase de ente llamado Alfa
que dio lugar a dicho universo, pero que lo hizo de forma automática e
inconsciente. Este Ente no tendría personalidad ni intenciones, como las tiene
Dios. No hubiese creado el universo por propia voluntad, como lo hizo Dios.
Alfa tampoco
sería omnipotente, sino que tendría solamente dos capacidades, o dos potencias.
Una, la capacidad de existir por sí mismo, y dos, la capacidad de crear un
universo a partir de la nada. Por lo demás, no sería un Dios personal: no
tendría consciencia de sí mismo, ni voluntad, ni preocupación por su creación o
por lo que haya en ella (incluyéndonos a nosotros, los humanos). No se
comunicaría con nosotros, no interferiría en nuestras vidas, no habría hecho
revelaciones a profetas e incluso, si queremos, podría haber desaparecido tras
crear el universo (lo cual añadiría una tercera capacidad, la de desaparecer).
Su acto de crear el universo y su capacidad para existir sin una causa serían
las únicas características comunes con el Dios personal. Pero no sería
omnipotente.
¿de qué
estaríamos hablando exactamente cuando hablamos de "Dios"?
¿Estamos
atribuyendo a Alfa las características correctas? En el presente caso, creo que
estaríamos atribuyendo a Alfa las dos únicas capacidades realmente necesarias
para crear el universo, entre las que no está la omnipotencia. Estaríamos
atribuyéndole las dos únicas características de las que podríamos estar seguros
si el argumento cosmológico fuese cierto: inmaterialidad e intemporalidad. Un
Dios personal, sin embargo, tendría esas características que sí pueden
deducirse del argumento cosmológico pero también la omnipotencia, que no se
sigue de la consecución exitosa del argumento cosmológico. Una posible
objeción, y una importante, a la existencia de Alfa frente a la de Dios sería:
si Alfa carece de voluntad, ¿por qué crea el universo automáticamente, quién o
qué lo programó para ello? Es una buena pregunta y pone el dedo sobre la llaga.
Alguien podría decir que Alfa necesita también la capacidad de querer crear el
universo, pero ahí ya estaríamos entrando en un sesgo personalista que
contradice nuestro conocimiento surgido de la observación. Continuamente
observamos que unas cosas dan lugar a otras sin que exista algo que podemos
calificar como intención. Así que, ¿por qué necesitaría Alfa una intención?
Naturalmente, esto responde a una visión —la mía— del universo como un todo no
intencional. Hay otra visión —por ejemplo, la de los apologistas— que sí
atribuye una intencionalidad a la existencia del universo. De nuevo, el
explicar por qué existen dos tipos de visiones o decidir cuál es la más
correcta nos llevaría a una discusión más propia del argumento teleológico.
Pero según
una visión no intencional del universo, Alfa estaría “programado” para existir
y crear el universo, pero estaría “programado” de manera no intencional, como
están programados los objetos hechos de materia para atraerse entre sí. Nadie
habría programado a Alfa, sino que el programa formaría parte de su misma
esencia. Un apologista podría perfectamente objetar que esta idea de que Alfa
funciona con un programa para el que no hubo programador es una idea sesgada,
pero no es menos sesgada la idea de que Dios es omnipotente sin que nadie lo
haya programado para ser omnipotente (¿o en su omnipotencia estaría la
capacidad de programarse a sí mismo para ser omnipotente…? Eso nos llevaría a
otro callejón sin salida lógica). Además, que Dios haya podido crear “todo lo
que ahora existe” no implica necesariamente que es capaz de “todo”, porque para
empezar hay cosas que no ha creado. Por lo que sabemos, en el universo no hay
cualquier cosa. Hay un número aparentemente finito de variedades de elementos,
y un número finito de esos elementos dentro de cada una de las variedades
finitas. Eso significa que existen cosas que nunca fueron creadas. Lo cual, en
sí mismo, no prueba que Dios no tiene omnipotencia (un apologista diría que
Dios sencillamente decidió no crear las cosas que no han sido creadas) pero sí
impide probar que sí la tiene, porque para probarla de verdad, Dios tendría que
haber creado todo lo que se puede crear. Así pues, la omnipotencia de Dios no
quedaría probada por la propia existencia del universo, de lo cual deducimos que
el argumento cosmológico, por sí solo, podría como mucho probar a Origen (por
ejemplo) pero no prueba, ni mucho menos, al Dios tradicional de las grandes
religiones.
[Conclusión:
el argumento cosmológico no es cierto, pero aunque lo fuera, no podría probar
la existencia de Dios]